La tarea de la OEA redujo la tensión que había originado la acción de Colombia sobre Ecuador, pero no elimina de ninguna manera las amenazas que padece Sudamérica.
Por: Mónica Hirst
Fuente: PROFESORA DE POLITICA INTERNACIONAL, UNIVERSIDAD DI TELLA
La crisis generada a partir del ataque colombiano al campamento de las FARC, violando la soberanía territorial de Ecuador, otorga una nueva densidad a la agenda de seguridad sudamericana.
La reducción de la tensión lograda en el ámbito de la OEA alivia el clima político, pero no reduce el número de desafíos que deben ser enfrentados. Entre el gran número de aspectos —todos interconectados— que hay sobre la mesa, cuatro cuestiones merecen ser destacadas.
La primera se refiere a la utilización sin precedentes del método de acción justificado por la política estratégica de Estados Unidos, de acuerdo con el cual fines y medios no se diferencian en nombre de la prevención. Colombia es responsable por su introducción en la región, que por fortuna y virtud está excluida de las zonas en el mundo minadas por el terrorismo internacional.
Vale subrayar que este acto tiene una coherencia. Se trata de una consecuencia lógica de la simbiosis estratégica establecida entre Bogotá y Washington, inaugurada con el Plan Colombia y consagrada con la identificación de la narcoguerrilla colombiana como un blanco de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo.
La decisión que deben tomar los demás países latinoamericanos —y especialmente los de Sudamérica— es de qué forma rechazar la instalación de este método en nuestra región. La vociferada reafirmación del principio de no-intervención puede ser acompañada de dos alternativas. Por un lado, por una reacción defensiva que conduzca al encapsulamiento de la nación colombiana y de sus opciones militar-estratégicas. Por otro lado, por un esfuerzo efectivo de regionalización que implique la coordinación de políticas y la neutralización del efecto derrame de la securitización practicada por el gobierno de Uribe.
El segundo tema que inspira preocupación —y que, de cierta forma, es la contracara del anterior— es el entrecruzamiento que rápidamente se observó entre las tensiones Ecuador-Colombia y la confrontación retórica Caracas-Washington. La integridad territorial y las disputas ideológicas pertenecen a universos distintos, más aún a partir del fin de la Guerra Fría. La intromisión venezolana en el incidente se tornó un factor de escalada con riesgos para toda la región.
También en este caso la contaminación debe ser evitada con esfuerzos contundentes, especialmente por los países para los cuales los lazos con Estados Unidos representan un espacio de negociaciones e intereses concretos que requieren ser conducidos con dosis máximos de pragmatismo y mínimos de pasión.
Una postura equilibrada se torna aún más necesaria cuando se aborda la tercera cuestión: la posición a ser adoptada frente a las fuerzas insurgentes colombianas. Negarse a identificar a las mismas como una expresión de terrorismo internacional no es equivalente a reconocerlas como actores beligerantes que deben ser integrados a un proceso de pacificación. Este asunto adquirió especial visibilidad desde diciembre del año pasado, a partir de la instrumentación política por parte de las FARC y del gobierno venezolano de las iniciativas de intercambio humanitario.
Para el conjunto de países sudamericanos cuyos procesos democráticos fueron recuperados a partir del rechazo al terror, los métodos de acción política deben estar basados en el más absoluto respeto a la integridad humana. Un proceso de negociación de paz —que para algunos significaría una reedición de la experiencia de Contadora— debería implicar una renuncia previa a todo tipo de práctica que ponga en riesgo este compromiso.
El cuarto punto de este complejo rompecabezas es el vínculo de las fuerzas insurgentes colombianas con el delito organizado. Esto es precisamente el mayor obstáculo contra el cual se enfrenta un proyecto de pacificación. Los contenidos de los procesos de paz y conflicto en América latina han sufrido profundas transformaciones en años recientes.
La dimensión de la seguridad pública en la agenda regional, con impacto sobre las políticas externas y de defensa, pone en evidencia que los tiempos de Contadora ya no volverán. Con el fin de la Guerra Fría, la insurgencia fue transfigurada y el Estado de Derecho se tornó en el único territorio legítimo para promover el cambio social. Esta constatación implica especial responsabilidad de los países de la región que disponen de sistemas democráticos con instituciones capaces de diferenciar entre los métodos e instrumentos que garantizan la seguridad pública de aquellos que protegen de las amenazas externas.
Al mismo tiempo que el contenido de la agenda se modificó, también se alteró la composición de los actores. La diplomacia representa apenas una de tantas dimensiones presentes en este escenario, que además carece de un locus institucional adecuado. Actualmente, un proceso de negociación regional que involucra la violación de la integridad territorial, movimientos transfronterizos de fuerzas insurgentes, rivalidades interestatales y negociaciones bi, tri y multilaterales comprende coordinar intereses, percepciones y presiones de un vasto abanico de actores entre los cuales se destacan mandatarios, ministros de Relaciones Exteriores, Defensa e Interior, partidos políticos, organizaciones sociales y sectores intelectuales.
http://www.clarin.com/diario/2008/03/10/opinion/o-01901.htm
quarta-feira, 19 de março de 2008
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